Capítulo 1.- Error (Parte 1)
-No me chingues Nestor, ¡Ahora si ya valimos madre!
-Pe-pero… ¿No dijiste que el patrón nos iba a mandar elementos para que todo este “bisnes” saliera bien?
-Nestor, neta wey, a veces no sé como sigues vivo estando tan pendejo. Date cuenta, ¿Quién prefieres que nos dé en la madre, el patrón o los cerdos de ahí afuera?
-Chacha… el patrón…
-¡El patrón también nos quiere muertos, ojete! ¿Qué no agarras el pedo?
-Tonces…
-Mira Nestor, agarra esta pinche “fusca”; vamos a salir de aquí hechos la chingada. Si se te atraviesa un cerdo, le disparas. Así, a chingar a su madre. Créeme “mi valedor”, a mi no me chingan en esta pinche casa de jodidos. ¿Estamos claros?
-Pues… si, mi Chacha…
-‘Ta bueno. En cuanto abra la puerta, se echa a correr vuelto madre, ¿Esta listo?
-Al chile, no… pero pus’ no hay de otra
-Orale. A la cuenta de tres. Una… Dos… ¡TRES, HIJO DE SU PUTA MADRE!
No sé como describir la mezcla de sensaciones que me empezaron a estremecer de pies a cabeza. Para empezar, el terror y la adrenalina me habían invadido por la situación en la que me encontraba: yo, atrapado con “la Chacha” en la casa donde debíamos hacer una (supuesta) entrega de heroína, con todo el frente bloqueado por elementos de la policía federal (varios de esos insectos mal pagados y malparidos habían trabajado con nosotros); la tensión muscular que neutraliza los tendones y toda capacidad de raciocinio al saber que la Chacha estaba a punto de abrir la puerta para empezar a batirme a balazos con los uniformados; el creciente odio hacia mis camaradas, pero sobretodo a mi patrón: ese viejo buitre que siempre vestía oro y botas, que yo siempre pensé que velaba por mi seguridad y de la de los suyos, para luego darme cuenta que simplemente nos había convertido en insignificantes peones de su retorcido jueguito para protegerse a sí mismo y a su negocio; la tristeza de pensar que tal vez ya no iba a volver a ver a mis hijos (más porque uno venía en camino), ni a la Jenny, ni a varios de los que compartieron conmigo esas risas enfermas que nos brotaban casi naturalmente cuando ejecutábamos a alguien, o cuando hacíamos valer nuestro poder como miembros y propagadores de un virus que (a final de cuentas) era la única forma de vida que algunos conocían… y con la cual, yo empezaba a identificarme. Estaba listo para salir al ruedo; entre el agobiante sol de la región, solo me concentraba en escuchar a la vocecita en mi cabeza que repetía constantemente “Corre… muévete… ya, dispara… ¡muévete!”.
Todo lo que viví los últimos dos años se debe primordialmente a un error casual. Comencé a tratar de ser un buen vecino cuando recién me mudé a un modesto vecindario en la colonia Garita de Jalisco en la ciudad de San Luis Potosí. Muchas veces salía a tirar la basura, o a fumar un cigarrillo mientras contemplaba, cual niño pequeño, los autos que pasaban (con sus estéreos a todo volumen, o modificados con luces de neón y alerones) preguntándome ¿Cuándo iba a volver a tener uno de esos? Frecuentemente mis vecinos me saludaban agitando la mano en el aire, o me daban las buenas tardes cortésmente cuando me veían pasar o me encontraban contemplando la limitada inmensidad de la cuadra. Nunca había sido una persona sociable, pero les devolvía el gesto con una sonrisa desganada intentando no volvérmelos a encontrar en lo que restaba de la semana. Quizá las muestras de cortesía se estaban volviendo demasiado fraternales, o tal vez había empezado a darme cuenta que necesitaba darle un pequeño giro a mi vida… quien sabe; pero lo importante es que al final comencé a ceder ante el buen ánimo de mis vecinos. Antes caminaba rápidamente para no tener que saludarles, o fingía no haberles visto; pero luego comencé a acercarme a ellos a platicar de los problemas de la cuadra, de las mujeres ajenas al vecindario que paseaban en prendas sumamente provocadoras, de los partidos de futbol, de las situaciones familiares. Ahora que menciono el futbol, recuerdo que fue ese precisamente el motivo de ese encuentro que cambiaría mi vida para siempre.
No recuerdo con exactitud el evento (el clásico “Chivas – América”, un partido de la selección o algún partido de torneo europeo… francamente no me acuerdo…), pero sí recuerdo que, para festejar una nueva faceta de mi vida, había invitado a varios de los hombres con los que mejor me hablaba para ver el partido en compañía de unas cervezas bien frías, una bolsa de botanas y con una ausencia total de mujeres que estuvieran incomodando el momento más sagrado para los hombres mexicanos. El partido era ya en la tarde, así que tuve tiempo de comprar las botanas y las cervezas que mi poco presupuesto alcanzaba para financiarme… claro, sin descuidar los demás gastos como la luz, el agua, el teléfono, la renta. Poco a poco, mis invitados fueron llegando, hacían un cumplido respecto a mi casa y tomaban asiento en alguno de los muebles de la sala acomodados en torno al modesto televisor que tenía. El partido empezó y celebramos los goles, lamentamos los malos servicios, bromeábamos acerca de los comentaristas del partido (es que el Perro Bermúdez es un personaje…), y soñábamos despiertos con las edecanes que promocionaban algún producto inútil de alguna frívola multinacional. Justo en ese momento, en los comentarios del medio tiempo, fue cuando tocaron a mi puerta de nuevo. Era extraño, ya estábamos todos los que yo había invitado; me imaginé que tal vez era la esposa de alguno de los presentes que había interrumpido para reclamarle de alguna situación. Los miré con cara de incertidumbre, pero ellos solo se encogieron en hombros, como preguntándome con la mirada “¿Invitaste a tu vieja?”. Me paré y abrí la puerta; frente a mi estaba un tipo alto y de tez bastante bronceada, con el cabello todo descuidado guardado bajo una cachucha de chofer de tráiler, lentes de micas muy gruesas (tallados y maltrechos), y la camisa llena de grasa de motor. No sabía quién era, nunca lo había visto por la cuadra ni platicando con nadie de los que estábamos en mi casa en ese momento.
-¿Si?
-Ah, que pedo. ¿Está “el Perro”?
-¿Quién?
-“El Perro”… este… Don Jaime…
En ese momento, el más grande en edad de los que ahí estaban se levantó y fue hacia la puerta. Puso cara de sorpresa y, sonriendo, fue a saludar al que para mí era un completo desconocido.
-¿Qué hubo, pinche Chacha? ¿Cómo me hallaste?
-Pues, le pregunté a tu vieja y me dijo que andabas aquí…
-No pues que buena onda, ya tenías tiempo de haberte desaparecido… ¡Ah! Chacha, déjame presentarte a Beto; se mudó hace un tiempo, pero creo que no lo conocías.
En ese momento se me borró la cara de incomodidad y me regresó la cortesía. Por algún extraño motivo me alegraba que “la Chacha” hubiera llegado a mi casa; eso, muy pretenciosa y petulantemente, me hacía suponer que la gente de la cuadra había empezado a conocerme y les había comenzado a agradar. Lo saludé y lo invité a pasar para que se quedara a ver el resto del partido; vaciló un momento, pero luego aceptó y fue a saludar a los demás presentes. Me empecé a dar cuenta mientras iba hacia el refrigerador a sacar una cerveza para “la Chacha”, que él era una persona bastante conocida entre ellos: les hablaba de tú aunque fueran mayores que él, incluso los insultaba y ellos reían y bromeaban con él. Eran cosas que yo no hacía; un poco del lado de la cortesía y un poco del lado del respeto, pues esas personas habían sido lo suficientemente abiertas como para darme la bienvenida a su colonia. Cuando llegué a integrarme a la conversación, “la Chacha” inmediatamente me empezó a interrogar mientras le daba tragos a su cerveza.
-‘Tonces, ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?
-Como unos tres meses…- dije algo titubeante. Nadie de la cuadra había sido tan directo conmigo
-Ah, mira… pero, pues estás re’ chavo… ¿Apoco no tienes vieja como para andarte juntando con esta pinche bola de vejetes inútiles…?
Alto. Creo que no fue precisamente ahí donde empezó mi problema.
Haciendo memoria de ese interrogatorio, creo que el problema había empezado justo esos tres meses atrás, casi cuatro, que le mencioné a “la Chacha”. Mi mujer y yo habíamos tenido problemas maritales y estaba harta de mí; así que me pidió, bueno… me exigió el divorcio. Los dos nos habíamos conocido como estudiantes de Diseño Industrial en la Universidad Autónoma de San Luís Potosí; ella era un año menor que yo y nos hicimos novios cuando ella empezó a cursar el tercer semestre. Nos graduamos a nuestros respectivos tiempos y, mientras hacía mis prácticas profesionales, quedó embarazada y le pedí matrimonio. No sé si exista alguna razón en particular (aparte de la criatura no nata) que me haya hecho suponer que esa mujer y yo íbamos a pasar el resto de nuestras vidas juntos. Digo, no pensé que fuera a ser un matrimonio perfecto, pero tampoco nadie contempla un matrimonio tan desastroso. Los problemas empezaron a surgir después de que me casé: la empresa que me estaba contratando para las prácticas decidió que necesitaban a alguien más capacitado para cumplir las funciones laborales que mi puesto requería, luego de mi despido no encontraba trabajo… y eso era un problema aún más grande si tomamos en cuenta de que mi esposa era “súper fértil” y estaba a punto de dar a luz a mellizos; no encontraba la forma de salir del problema económico que representaban la casa, la mantención de los niños, el parto, las necesidades de mi cónyuge. Estaba por perder la cabeza, hasta que un amigo accedió a darme un puesto mediocre de oficinista para empezar a solventar a mi familia. Todo fue decente durante un tiempo, hasta que descubrí que mi esposa me estaba engañando. Frustrado y sin esperanza alguna de salir adelante, decidí tomarme un tiempo de mi esposa y regresé unas semanas a casa de mis padres… hasta que el otro sujeto le pidió matrimonio a mi mujer y ella empezó a exigirme que contratara a un abogado por que el divorcio lo quería en serio. Humillado, accedí a separarme de la mujer con la que erróneamente gasté cerca de seis años de mi vida; perdí la mayoría de los bienes materiales, saqué mis cosas de la casa, decidí conservar mi mediocre empleo de oficinista, y comencé a buscar un lugar modesto para vivir. Y estaba ahí, con esos señores y “La Chacha” interrogándome. Me sentí mal cuando hizo esa pregunta; me obligaba a recordar lo triste y difícil que había sido mi situación, me recordó que casi no puedo ver a mis hijos y me llena de impotencia saber que no los veré crecer, pero que cuando lo hagan, no querrán conocerme porque seguro su madre les hará pensar que los abandoné y que nunca me preocupé por ellos… aunque los extraño cada segundo de mi miserable existencia.
-No, la verdad no tengo vieja…
-‘Uta madre… pues a veces así pasa carnal, tú no te me agüites…